EUROPA OLVIDADA / José Luis Zubizarreta Murga

LO FEDERAL EN LOS MEDIOS

11.05.2019

Europa no está bien. Sobre esto hay unanimidad dentro y fuera de la Unión. El último episodio, el Brexit, sería el síntoma más significativo. Pero, como en éste causa y efectos se reparten, según afinidades políticas, de modo desigual entre Reino Unido y Unión Europea, mejor será fijarse en otros que también apuntan a los males que la afectan. El más básico es, sin duda, la falta de consenso interno sobre lo que sus miembros esperan de ella. Sumados a la Unión Europea por los beneficios de todo orden que aportaba, los países ni perseguían en ella los mismos objetivos ni la querían del mismo formato. La corriente confederal, que se niega a ir más allá de una más o menos intensa cooperación entre Estados soberanos, y la más federalista, que aspira a depositar en las instituciones comunes parcelas cada vez más amplias e importantes de las soberanías estatales, son los extremos de unas posiciones que se escalonan por grados. De esa indefinición originaria surge la inseguridad de propósitos que hoy afecta a la Unión y que la no del todo superada crisis socioeconómica ha contribuido a poner en descarnada evidencia.

No es éste el lugar de hacer un listado de los males o detenerse en el análisis de las causas. Estos días, con motivo de los comicios que para el Parlamento Europeo se celebran en todos los países de la Unión, vienen publicándose interesantes artículos que los enuncian y analizan. Por destacar los más inquietantes y de mayor actualidad, citaré dos, interno uno y otro externo. El primero ha sido acertadamente definido como ‘nacionalpopulismo’. Enemigo de la Unión como tal, y no sólo del modo en que funciona, pretende minarla desde dentro sembrando en el electorado sentimientos de desafección a la idea de una Europa unida y azuzando en cada país emociones nacionalistas de carácter regresivo. El Brexit es, como se ha dicho, el más extremo. Pero no menos nocivos son los que, sin abogar abiertamente, y de momento, por el abandono de la Unión, se expresan en movimientos que la vacían de sentido y van permeando el tejido social de casi todos los países europeos. El nuestro, contra lo que parecía hasta hace bien poco, se ha demostrado no ser inmune.

El síntoma externo apunta a quienes no toleran una tercera potencia en su caduca concepción bipolar de la política mundial y tratan de sembrar discordia entre los socios de la Unión para enervarla y, en última instancia, destruirla. Lo protagonizan el aparato postsoviético ruso del autócrata Putin y la desnortada Administración estadounidense del imprevisible Trump. Sus actitudes, concertadas o no, convergen en la desestabilización de una Unión que adolece ya de sus propias miserias internas de todo orden y actúa como un Peter Pan que se resiste a crecer y hacerse mayor. El caso es que, atrapada en esa pinza de acoso exterior e indefinición interior, la Unión Europea sufre hoy una parálisis que amenaza su propia supervivencia.

Llegan en esta delicada coyuntura unas elecciones al Parlamento europeo que los partidos habrán de decidir si las toman con pleno sentido de la responsabilidad o a la ligera, como un trámite para volver a medir sus fuerzas internas. Lo que hasta ahora hemos visto en la precampaña y lo poco que va de campaña no augura nada bueno. Emparedadas entre generales y locales de diverso nivel, las elecciones europeas difícilmente encontrarán modo de sacar cabeza entre todas, si los que deben hacerlo, los partidos, o bien no saben qué decir en ellas, o creen que no son el mejor estímulo para movilizar al electorado. El caso es que pasarán, una vez más, sin pena ni gloria.

Todo se reducirá, en el mejor de los casos, acostumbrados, como estamos, a ver en Europa la fuente de beneficios nacionales, a presentarse como los valedores en la Unión de los intereses particulares de cada uno. Es la táctica que adopta, más que nadie entre nosotros, quien más preocupado debería mostrarse por la salud y el futuro de una organización que, con toda razón, alardea de haber contribuido a fundar en la posguerra europea. Pero no es éste el momento de agobiar a la Unión con demandas y exigencias, sobre todo si son del todo impertinentes, ni de cargarla con problemas que no son suyos. Es, más bien, el de pensar, parafraseando a John Kennedy, no en qué voy yo a sacar de la Unión, sino en qué puedo aportarle en una coyuntura en que, por una vez, me demanda un esfuerzo para reforzarla frente a quienes amenazan su supervivencia, que es, por cierto, la de todos, pues, si con ella malvivimos, sin ella no seríamos nada.