MAR GRUESA EN LA TRAVESÍA CONSTITUCIONAL / Alberto López Basaguren

  08.12.2020

Al cumplir sus 42 años, la Constitución está sometida a una enorme tensión. Los partidos han hecho de ella un arma arrojadiza, negándose recíprocamente legitimidad política democrática o lealtad constitucional. Se está deteriorando así profundamente el valor de la Constitución.

Las constituciones democráticas son el conjunto de normas que establecen las reglas del juego político y los límites dentro de los que puede desenvolverse legítimamente. Son el punto de encuentro de las diferentes opciones políticas, el terreno compartido en el que confrontar los diferentes objetivos en el desarrollo de la vida de la comunidad. Deben concitar el consenso de diferentes opciones políticas, deben ser integradoras, porque es el marco en el que todas ellas van a poder actuar libremente. Es condición indispensable para que tengan legitimidad y puedan pervivir en el tiempo.

España tiene una trágica historia constitucional. Distintas generaciones de constitucionalistas llevamos largo tiempo explicando que es el relato de un enorme fracaso, de la incapacidad para alumbrar constituciones democráticas integradoras y del empeño en imponer constituciones de partido. El resultado es tremendamente decepcionante: son excepción en nuestro país las constituciones democráticas y nunca hemos sido capaces de que pervivan en el tiempo. Hemos mitificado los periodos democráticos, pero han sido pequeños paréntesis históricos, que no han permitido enraizar una experiencia democrática real y efectiva.

La incapacidad, que parecía congénita, para construir duraderas constituciones democráticas se rompe, por primera vez en nuestra historia, en 1978. La Constitución se corresponde plenamente con las de los países europeos más sólidamente democráticos; y, por primera vez, hemos logrado que dure más que un suspiro. 42 años son muchos, comparativamente, en nuestra historia. Pero son demasiado pocos en comparación con los países de más larga y sólida tradición democrática.

En este logro histórico se asienta la laudatoria valoración del consenso constitucional alcanzado en la Transición. Quienes denuestan aquel acuerdo pretenden, consciente o inconscientemente, llevarnos a reincidir en la dinámica más trágica y más negativa de nuestra historia, a que repitamos nuestros peores errores, a que volvamos a la dinámica de las constituciones de partido, a rechazar la necesidad imperiosa del consenso. Lo hacen tanto quienes deslegitiman el consenso constitucional de 1978, entre quienes se incluyen sectores descendientes de algunos de los protagonistas de aquel acuerdo, como quienes se apropian de forma partidista de la Constitución rechazando la legitimidad de cualquier interpretación distinta a la suya. Quienes así actúan están poniendo en serio peligro la pervivencia del sistema democrático y, en cualquier caso, su salubridad política.

Una salud que se pone igualmente en riesgo con la cerrazón en el rechazo a la reforma de la Constitución, para adaptarla a la evolución de los tiempos, para que corrija sus deficiencias y se la dote de los instrumentos necesarios para afrontar adecuadamente los retos a los que se enfrenta la sociedad. La reforma, en cualquier caso, debe mantener los elementos necesarios para garantizar un amplio y plural respaldo a la Constitución. En esta dinámica política corremos el riesgo de reproducir el proceso que llevó a la desaparición de la Constitución de 1876; una Constitución con grandes limitaciones y defectos que las fuerzas políticas fueron incapaces de reformar adecuadamente y a tiempo, antes de que su crisis fuera ya irresoluble. Una Constitución viva, con capacidad de sobrevivir largamente, es la que sabe adaptarse a la evolución de los tiempos.

El sistema constitucional se enfrenta a un estado de mar gruesa. Hay riesgo de que las cuadernas de la Constitución no resistan, especialmente, si empeora el estado de la mar política. Además, el panorama en el mundo no es el más propicio. Tenemos la mala fortuna de que los periodos democráticos en España coincidan, antes o después, con crisis sistémicas. Y, a diferencia de otros países, no tenemos una larga y sólida tradición democrática con la que hacerles frente. Nuestro destino democrático depende de la sensata reacción -rectificación- a tiempo de las fuerzas políticas que debieran ser el sostén del sistema constitucional. Porque, como enjuició Joseph Roth respecto a la desaparición de la vieja monarquía austro-húngara, quizás también nuestro sistema constitucional morirá, o se deteriorará gravemente, más por el escepticismo irónico de quienes deberían haber constituido su fiel apoyo que por el patetismo hueco de los revolucionarios.